Es una cálida mañana de domingo y una ansiedad galopando por el centro del pecho me empuja a salir a la calle en busca de una ración extra de oxígeno. Un derivado de la benzodiacepina sublingual y un cigarrillo liado de la marca Domingo negro —leo con guasa al haber encontrado la mejor descripción posible de mi estado anímico— me ayudarán a emprender los pasos que separan el estar adentro del estar afuera. La pastillita actúa como una pequeña hostia consagrada, pienso —ahora me doy cuenta de que seguramente he escamoteado esta idea del cómic El cuerpo de Cristo, de Bea Lema—, mientras enfilo mis pasos por la avenida del Primado Reig hacia el sureste. Botas negras, pantalón de pana marrón, una camisa roja que me hace parecer parte del elenco de la sección de viento metal de una fanfarria del este de Europa, americana gris jaspeada de lana de oveja escocesa, gabardina verde oliva y un sombrero gris tipo corso comprado en la sombrerería Albero de al lado de la iglesia de los Santos Juanes. Una fuerza me atrae inconscientemente hacia el mar, aunque no he sido nunca un tipo de mar —un par de tímidos acercamientos aparte, mi relación más íntima con las aguas profundas no va más allá de la lectura del Relato de un náufrago, de Gabriel G. Márquez, que devoré como se devora una gaviota cruda.
En otra circunstancia física y mental, me abandonaría a la flânerie sin importar a dónde ir, qué puente cruzar, por qué calleja girar y en qué recoleto lugar detenerme —casi siempre que hago eso acabo en la calle de las Escuelas del Temple y su paralela, la calle Entenza, en la Xerea. Esta vez, sin embargo y dado que lo que busco son certezas, mis pasos, en connivencia con el hipotálamo y el cuerpito de Cristo, deciden llevarme a un lugar feliz; a encontrar una recompensa, como en ocasiones anteriores, al rastro, apartado desde hace unos años a la confluencia de la avenida Dels Tarongers —los sempiternos naranjos del imaginario valenciano— esquina con Lluís Peixó —que, por lo visto, fue un meritorio marino del siglo XV.
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Atravieso el barrio de Benimaclet —que recibe su nombre de la alquería andalusí, del árabe bani Majlad, o los hijos de Majlad— pegado a las vías del tranvía en donde se arremolinan las terrazas de los bares de desayuno atestadas, ajenas al hecho de que no tengo el cuerpo para un desayuno copioso. Me detengo observando el homenaje a los carteles de los 80 de Paco Bascuñán que señalaban las diferentes paradas y, una vez pasado un mural en apoyo a Palestina, casi sin darme cuenta, llego a una tapia de cipreses, o quizás sean tuyas; espero que sean cipreses italianos con sus enormes bolas, aunque creo que son más bien tuyas con ese color relamido y ácido. Recuerdo haber visto antes este complejo, pero ahora no sé si se trata de un hospital o de un convento o de una residencia; un explícito cartel me saca de dudas: cottolengo. El nombre completo es el de Hermanas Servidoras de Jesús del Cottolengo del Pare Alegre, y lleva en Benimaclet desde 1958, y ahora creo que tuve un tío lejano que dio con sus huesos aquí, aunque no estoy del todo seguro. Uno que pintaba cuadros y se buscaba la vida —qué expresión esta, como si solo el trabajo o aquello que se hace a cambio de dinero constituyeran la vida— pintando cuadros y que a veces venía a casa a pedirle prestado a mi padre y me regalaba alguna bagatela, como aquel cochecito que era un sacapuntas que era una auténtica birria. No hay ni un alma —quiero decir que no se ve a nadie a través de la reja— ni en el jardín ni en la entrada ni en los pasillos ni en las ventanas. Solo una escultura de una virgen en el corredor central. La tapia es larga y por el camino voy pensando en Leopoldo María Panero, el mediano de los hijos de Felicidad Blanc, saltando de psiquiátrico en psiquiátrico y escribiendo sus poemas, y en que tengo ganas de volver a ver ‘El desencanto’. Alguien me dijo hace poco de sí mismo o de algún otro que está rodando un documental sobre la misericorde señora, la misma que agujereó la tapa de la caja de cartón en la que llevaba unos gatitos a tirarlos al río para que, claro está, sufrieran lo menos posible durante el trayecto. Si viera a algún paciente le ofrecería un cigarrillo y algo de conversación, como aquella vez en la que, en un acto de cursilería máxima, dejé sendos cigarros sobre las tumbas de Cortázar y de Serge Gainsbourg en el cementerio de Montparnasse, aunque entonces no estoy seguro de si les di conversación. Sí recuerdo que la lápida blanca de Cortázar con la escultura del cronopio realizada por su amigo Julio Silva me pareció una horterada y que el hecho de que Julio, su última pareja Carol Dunlop y su primera esposa Aurora Bernárdez, estuvieran enterrados juntos me sorprendió un poco. Sin embargo no pude evitar arrancar una hojita de mi libreta, apoyarla sobre la escultura y frotar con un lápiz hasta sacar un calco de la carita del cronopio.
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Paso la Torre Miramar que tiene un aspecto abandonado, pintarrajeada como si Candyman fuera a aparecerse y atravesarme entre las escápulas, y enfilo Tarongers. A través de la verja de un polideportivo observo a dos chicos jugando al tenis —hace tiempo que no juego y mira que no se me daba del todo mal para ser un sedentario fumador— y a un niño de unos 8 o 9 años rodeado de balones de fútbol practicando su tiro a portería —el portero parece ser su padre o, lo que sería peor aún, un entrenador, habida cuenta de que es domingo por la mañana y ese chico parece estar cayendo precozmente en la rueda de la productividad. Dejo a un lado un gran descampado desangelado —no me he cruzado a más de tres o cuatro transeúntes por la acera desde que pasé el cottolengo— y las horribles facultades de derecho y economía —me lo parecen por fuera y estoy bastante seguro de que me lo parecerían también por dentro. Unos metros más adelante alguien tortura a una dolçaina, como si la dolçaina hubiera hecho algo imperdonable, y dudo de que se haya escuchado nunca alarido más espeluznante. Me acerco al cercado del rastro y, como no es el horario que prescriben los auténticos cazadores de tesoros de las 6, 7 y 8 de la mañana, veo una cantidad considerable de personas enjauladas como en el patio de una cárcel superpoblada. Decido retrasar un poco más el momento gozoso —aunque habitualmente me resulta fácil sucumbir a los placeres, algo de mi educación cristiana me empuja a veces al martirologio— y voy a buscar un café. Dejo a mi izquierda la rotonda de los cactus y paro en el semáforo frente al tanatorio que, en una peculiar vecindad, se erige imponente junto a un McDonald’s, porqué no decirlo, mucho menos imponente. Imagino la posibilidad de una trituradora de carne que conecte cada uno de los establecimientos. O, mejor aún, pienso en el encargado del McDonald’s yendo a hablar con su homólogo del tanatorio y diciendo algo así como «hola, vecino, se nos ha estropeado la parrilla; ¿no te importará si uso la tuya un momento?». Podría haber entrado a la cafetería del tanatorio —lo he hecho otras veces, como en aquella ocasión en la que andaba sediento y entré a comprar una botella de agua y algo me impulsó a poner una expresión compungida, no fuera yo a desentonar—, pero sigo por la derecha por Lluís Peixó. A unos pocos metros llego a algo así como un rastro off, los olvidados de los olvidados, con personas de aspecto patibulario —quiero decir, aún más que el de las que tienen su puesto en el rastro oficial— que han llenado la acera de pequeños objetos tecnológicos enmarañados, ropa —o más bien telas reencarnadas varias vidas después de la última vez que tocaron el perchero de una tienda— y otras naderías medio rotas, en el mejor de los casos.
De aspecto descuidado y ausente de cualquier tipo de decoración, el bar —cuya fotografía podría aparecer junto a la definición de «lumpen» en el diccionario— está a rebosar de gente. Pido un café solo y un agua con gas —que me sirven sin hielo, sin limón y sin vaso, lo que posiblemente me ahorra una escena en la cual pido infructuosamente que me cambien el recipiente hasta dar con uno limpio— y salgo a la caza de la última mesa de la terraza que se compone de cinco cuadradas y una redonda en un espacio de unos 8 metros cuadrados y aprisionada entre dos alcorques y un banco público. En el banco, un chico de unos 25 años fuma su porro matinal aderezado con una cerveza de lata mientras comenta divertido que esa no es jurisdicción del bar y que ahí sentado, a unos 50 centímetros de la última mesa, puede fumar lo que quiera; esto es algo que parece hacerle sentir orgullo de su pequeño triunfo porque lo comenta insistentemente cada vez que sale un parroquiano a echar un cigarro; conversación que alterna con la de que acaba de comprar un chaquetón por dos euros «al negro ese de ahí» —un negro que se encuentra a unos metros más «ahí»— que, total, es para el trabajo. Pese a su aspecto desaliñado tiene algo de coquetería pues, quién sabe si por costumbre o por tic obsesivo, se atusa la perilla cada vez que el porro, hábilmente suspendido en el extremo de la comisura, le deja libre una mano. Apuro el café y el agua con gas y, pensando en la hora y media que, calculo, zigzaguearé por el recinto del rastro, reúno el arrojo suficiente para entrar al baño del bar con la esperanza de que el anterior usuario haya hecho uso de la cisterna. Aunque el usuario anterior no ha tenido a bien hacer uso de la cisterna, el baño está menos sucio de lo que cabía esperar, con tan solo un par de botes flotando en un charco de un líquido indefinido. Sin mucho problema le pondría un 3 de 10, en una escala en la que el 0 fuera el policlean de un festival de música en plena madrugada y el 10 unos huevos benedictinos con su mollete de pan inglés y su salsa holandesa. Me envuelvo el dedo índice en papel higiénico y acciono el pulsador de la cisterna del urinario de pared y, como último acto de servicio, también descargo la del desatendido retrete —siempre pienso que, de no hacerlo, el siguiente usuario podría pensar que el desatento he sido yo; debo recordar comentarlo en mi próxima sesión de psicoanálisis— y dirijo mis pasos hacia el rastro.
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De camino, saco unos billetes de la cartera y, como mandan los cánones, introduzco un billete de 10 euros en un bolsillo del pantalón y uno de 50 euros en el otro bolsillo de modo que esta simple operación me permita regatear asegurando que no llevo más que 10 o 50 según sea el caso —llegado a tal punto resultará imprescindible no confundir el bolsillo con el bolsillo. A las 12.20 h accedo al recinto. Me recibe un puesto con libros regentado por un anciano de gesto adusto, ojos claros, pantalón de pana de un color entre ocre y naranja, camisa a rayas azules, rebeca azul marino y sombrero tipo borsalino; como yo también llevo sombrero —aunque al ser más alto puedo permitirme llevar el ala más ancha— pienso que puede haber una cierta camaradería que solo se entiende si uno lleva sombrero y cruza su mirada con otro que también lleva sombrero. Pregunto qué precio tiene un libro y el anciano dice 10 y yo le digo 5 y él responde que en Internet está a 40, pero que me lo deja en 8. Le digo gracias y que voy a dar una vuelta —quiero ver qué más ofrece la mañana y medir cuánto dinero quiero gastar— y él dice por lo bajini que si me doy una vuelta ya no hacemos nada mientras me escabullo hacia el siguiente puesto del primer pasillo.
Veo un cuadro hecho de figuras recortadas de cartón tal como se hacía entre los siglos XIX y XX con flores, animales y angelitos que a veces venían en las cajas de cerillas y que dio lugar al término filolumenia. Ya tengo algunas páginas de collages hechos con personajes caricaturescos de la primera república española y un libro facsímil de un álbum de filolumenia que editó Belleza infinita, así que paso de largo. Un chamarilero le dice a otro que hoy trae una juego de los chinos; unas figuritas plateadas antropomorfas —y caracterizadas a la usanza china de malo de Tintín, esto es, con sombrero en forma de cono— dentro de un estuchito de piel; algo que tiene que ser para alguien que lo valore, dice resignado a no ir a encontrar a nadie que lo valore. Hay puestos de libros que no están colocados sobre una mesa, ordenados y con la portada hacia arriba sino que están dejados caer sobre el suelo —a lo sumo sobre una especie de fular raído que debe resultar útil para ser plegado agarrando de las cuatro esquinas y tirando hacia arriba como uno de esos hojaldres rellenos de crema de puerro— formando montículos como si un terremoto hubiera vaciado todas las estanterías al centro de la habitación aunque la heterogeneidad de los títulos hace pensar que se trata de una zarzuela de pescado resultado de la unión de bibliotecas de muchas personas distintas.
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El público reúne diferentes estratos sociales lo que queda patente, por ejemplo, en el fuerte contraste entre unas turistas en busca de postales, fotos y otros objetos vintage —es fácil imaginar que estos acabarán en el escaparate de alguna tienda de decoración de Europa del norte— con una señora que compra un despeluchado peluche como humilde regalo para su hija pequeña. Curiosamente, aunque desde la perspectiva del yo turista guardo objetos comprados en mercadillos y anticuarios como recuerdos de diferentes continentes, algo me hace simpatizar más con la señora del peluche que me hace pensar en ‘Los espigadores y la espigadora’ —¡viva la Varda!, ¡Godard, conard!—, al cortometraje ‘La isla de las flores’ y a aquella fábula del mísero que recogía las hierbas que otro arrojaba.
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Llego a uno de mis puestos favoritos, lleno de libros meticulosamente ordenados. Creo que alguien me dijo que el propietario, Juan, había sido traductor, pero ahora no sé si se referían a él. No es el tipo de libros que encuentras en los montones hacinados a un euro. Todo Ubú, de Alfred Jarry, Poemas y canciones, de Bertolt Brecht, Montaigne, Neruda, Las enseñanzas de Don Juan de Castañeda, Engel, Kapucinski e incluso un poemario de Brassens. Empiezo a temer que Juan haya desvalijado mi biblioteca. Juan debería ser mi amigo. Juan le dice a un compañero que lleva 120€ en lo que va de mañana y que quiere llegar a los 150€ para dar por bueno el día.
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Un inesperado anacronismo le quita todo el encanto a los objetos de tercera o cuarta mano y a los libros amarillentos: una mesa repleta de carteles corpóreos hechos con impresora 3D de marcas de todo tipo y de colores estridentes como Gijoe, Dragon Ball, Disney, Marvel, ACTV, Barraca, Chocolate, Atari, Game Boy. Imagino que habrá quien se imprima símbolos como el de Mercedes o Rolls Royce y quizás hasta los pegue al capó de su coche buscando rascar unos céntimos de capital simbólico. Pienso en las falsificaciones y en que llevo cruzados unos cuantos chavales con cordones y grandes colgantes de algo parecido al oro y me viene a la cabeza una humilde perdiz que encontrara algunas de esas arrogantes plumas de pavo real, se las injertara orgullosa entre las suyas y empezara a pavonearse.
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Retratos hechos con un collage de cuentas de vidrio que tienen algo de Archimboldo y que bien podrían haber estado decorando cada centímetro del Nou Pernil Dolç si Olga Poliakov siguiera con vida y si no lo hubieran traspasado. Monedas, un gran baúl mundo, puzzles ya completados y enmarcados —uno de ‘El gabinete de un coleccionista’—, horribles fotografías de Anne Gedes de bebés disfrazados de animales y flores, esculturas macizas de Bibendum —a los que me refiero como «muñecos de Michelín» en un vano intento por que parezca que no sé lo que pueden pedir por ellas; son de hierro colado, hay 9 y los venden a 20€ la unidad—, cuadros, azadas, punzones o una muñeca a tamaño real de Doña Rogelia por la que piden 120€.
Dos mujeres conversan acerca de que claro que te puedes fijar en otro hombre, «pero te retienes porque el Espíritu Santo no te lo permite». Una de ellas interrumpe la conversación al darse cuenta de que le han robado la borla roja que decoraba un abanico gigante. «Luego, que si tengo mal carácter».
Me doy cuenta de que llevo una hora y he recorrido tan solo cuatro pasillos y paro a contemplar el curioso bodegón que forman un dinosaurio de juguete, un Mister Potato y un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús. Pienso que si alguna vez tuviera que pedir ayuda a alguno de ellos, sin duda elegiría al dinosaurio.
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Hace unos días, en un arrebato fetichista, compré una estilográfica que perteneció a un gran dibujante valenciano, cuyas obras está vendiendo su viuda. Imagino una escena en la que la pluma estuviera en un puesto del rastro, en otro su reloj, en otro su abrigo, su cartera, sus gafas y todos los objetos empezaran a conversar entre ellos gritando de pasillo a pasillo «yo era su maletín», «yo su cinturón», «yo su pañuelo», y fueran arrastrándose hasta encontrarse en un claro y entonces todas esas pertenencias podrían subirse unas encima de las otras hasta reconstruir su figura.
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Llego a un puesto de azulejos antiguos. Junto a algunos que muestran escenas costumbristas —una mujer con un cesto, un hombre subido a un árbol siendo perseguido por un perro— y otros de aseguradoras que presentan casas incendiadas, se despliega un ciclo incompleto —el más alto es el número 30 y cuento 18— de milagros y pasajes de la vida de San Antonio Abad que, según mis sospechas, debería estar en los muros de un convento y no en el suelo a razón de 50€ por azulejo. Me viene a la cabeza el caso de las monjas del convento de San José a las que pillaron vendiendo los azulejos píamente arrancados de los muros de lo que luego sería el Convent Carmen. Que si San Antonio siendo molestado por unos demonios —uno de ellos hace sonar graciosamente una trompeta con su ano—, que si apagando milagrosamente el incendio de un cortijo, que si volando por los aires: «como a Luzbel alborota / del Santo el recogimiento / con furor le arroja al viento / cual si fuera una pelota».
Un tiovivo de hojalata, seguramente una imitación de Payà, que no funciona. Se acerca la hora de cierre y, como minaretes llamando al rezo, algunos vendedores comienzan a levantarse de sus sillas al grito de «a 1€». Es el momento propicio para que acepten el regateo aquellos que no están dispuestos a regresar a casa cargando con el género de vuelta. Un pastor alemán hecho de punto de cruz, ordenadores, gafas de sol, coches de juguete, tazas de loza, cisnes de porcelana, cámaras de fotos antiguas, relojes, máquinas de escribir, hasta dos retratos de Franco enmarcados junto a un pack de 15 botones por 1€. Una chica con chaqueta de camuflaje deambula de puesto en puesto pidiendo que le regalen cosas, seguramente para venderlas luego.
Un marco apaisado contiene hasta cinco dibujos de Miró, esperando algún incauto comprador que crea estar haciendo la compra del siglo. Una tendera es preguntada en inglés y, como no sabe responder al inquisitivo turista, responde okeymaquey, mientras este se escabulle rezongando algo y ella se gira hacia su compañera y se lamenta: «tengo que aprender inglés, porque a lo mejor me ha insultado». Herramientas, discos compactos. El rastro hace forma de L. En mi afán completista, debo ver todos los puestos. Una visitante reprende al que parece ser su marido: «lo que compraste la otra vez, ahí está. No te he visto usarlo».
Una niña de unos 8 o 9 años precozmente entrada en la rueda de la productividad se queda a cargo de un puesto con la consigna, transmitida por su madre, de venderlo todo a un euro «y de lo que vendas, una parte para ti». A la niña se le dibuja una gran sonrisa en la cara, quién sabe si porque fantasea con ocupar el lugar de la madre, si por sentirse por un momento dueña de su propio destino —y, de paso, de unas monedas— o si por ver así roto el hastío de una mañana de domingo en el mundo de los adultos.
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Dirijo mis pasos hacia la salida y, conscientemente, pero como si pasara por allí, me acerco al puesto de los libros del anciano de gesto adusto, ojos claros, pantalón de pana entre ocre y naranja, camisa a rayas azules, rebeca azul marino y sombrero tipo borsalino, y le digo «caballero, me voy ya: ¿cinco euros le parece bien?». «¿Per quin?», dice él pasándose al valenciano. «Pel llibre de la pilota», respondo con mi mejor acento —si no desperté su simpatía por el sombrero, intuyo que quizás lo haga por la lengua. «Va, endus-te’l». Y me lo llevo, lo que supone un pequeño triunfo —he leído las partes menos soporíferas de El rastro, de Andrés Trapiello, como para saber que no voy a ser más listo que los chamarileros—: el de saber que si en Internet lo venden a 40€ —en un rápido chequeo lo he encontrado por 12€, 20€ y 54€—, el anciano lo vendía a 10€, pero me lo dejaba en 8€ y finalmente me lo llevé a 5€, él debe de haberlo comprado por unos pocos céntimos dentro de un lote más grande de libros por el que quizás haya pagado 5€ o 10€, por lo que él ha ganado dinero —quién sabe si incluso ha pagado todo el lote con mi compra— y yo he sido estafado lo menos posible. Me voy canturreando la canción sobre el rastro de Patxi Andión, «usted se va contento / y nosotros, ya ve, / nos pagamos la cena / con el ego de usted».
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Son las dos de la tarde y cojo el tranvía de vuelta, que va bastante vacío. Un señor mayor sentado unos asientos más allá, de entre setenta y ochenta años, los pies colgando sin tocar el suelo y amplia sonrisa, abraza la caja de una maqueta de un aircraft de madera por montar, acción a la que, supongo, dedicará el resto de la jornada. Sonrío y miro por la ventana. Mientras me doy cuenta de que la ansiedad ha hecho mutis por el foro, pasamos por la cerca del cottolengo y una mujer nos saluda embozada en un batín de color rosa.
Yo también te saludo en batín
Qué maravilla Manu!!